«Si la cabeza es la parte más noble del hombre,— dijo el desconocido— es la más desagradable del conejo. Por esto son muchas las personas que no la pueden sufrir. Yo, por el contrario, la prefiero a todo». Murger, «Escenas de la Vida Bohemia». A finales del siglo XIX, caminar por el Barrio de las Letras hasta la Puerta del Sol no era nada como hoy. No había turismo ni postureo. El escenario era verdaderamente auténtico. Hombres barbados, mujeres solteras. Pipas y cigarrillos. Periódicos y lápices rojos. Pero sobre todo libros, libros, libros y mucho licor. Es la bohemia madrileña. Igual de hambrienta y brillante que la parisina. Mientras de la III República surgían talentos como Baudelaire y Verlaine, en la España de los Alfonsos germinaban los genios más grandes de la literatura castellana moderna. Estamos hablando de Ramón de Valle-Inclán, retratista nostálgico de la Bohemia madrileña, capaz de recrear, a la española, un Sperelli dannunziano con su Marqués de Bradomín. De Pío Baroja, primero anarquista y después estatista, opositor de la comodidad burguesa y el clero católico a través de su narrativa realista, precursora del fascismo español. De un Alejandro Sawa, intrépido sevillano, el verdadero y gran bohemio, literato de primera, sincero anti-burgués y residente de escaleras. En el panorama también un joven Rubén Darío, Cervantes Americano, orgullo de la lengua, heredero del ocaso romántico, telonero del siglo XX, padre onírico de nuestro modernismo. Fueron estos bohemios, tertulianos de profesión, que circundaban vagabundos los cafés de la Plaza del Sol, las influencias intelectuales más importantes de la primera mitad del Siglo XX español. De sus conversaciones —y sus borracheras— nacieron las ideas que brotarían, quizás como películas de Buñuel, plásticos de Dalí y Picasso o manifiestos sindicalistas o fascistas. Importaba poco el dinero y la comodidad. Aquellos genios dormían en donde les diesen posada, comían lo que les brindase algún señorito aristócrata atraído a ellos por su glamour, digamos, parisino. Lo que ganaban se lo bebían, en la mañana absynthe, en la noche café. Importante para ellos era lo que pasase en la cabeza. Cantaban, bailaban, recitaban. Todo para escribir, cuando llegase oportuno, un par de líneas en la esquina de una servilleta de un café mal alumbrado. A pesar de su origen burgués y a diferencia del dandismo de la bohemia parisina, era su orgullo vivir como vagabundos. Ahora no eran ellos los opresores, sino los oprimidos y esto les fascinaba. Para narrar una realidad había que vivirla. Para soñar mundos sin sufrimiento había que sufrir primero.
Cuentan algunos, que los bohemios de la época iban a ofrecer sus escritos a las librerías, cuando eran rechazados, hacían que sus compañeros, demás tertulianos, fuesen a la misma librería masivamente a preguntar por el libro rechazado. Era camaradería, hermandad. Al que no tiene se le brinda y el que tiene y no brinda debe ser marginado.
Creían que por el arte se debía ser Werther y por el arte se podría ser des Esseintes. Aristócratas de espíritu, estetas. El dinero ensucia los corazones y las mentes. La verdadera independencia se alcanza viviendo en la calle.
¡Qué distinto era todo antes! ¿Quién se atrevería hoy a vivir como ellos, alimentándose nada más de arte?
Los que se llaman sus herederos, los perroflautas que merodean las cervecerías artesanales de Madrid, Baires y el D.F., jamás se atreverían a tanto. Andan siempre ofendidos y perfumados, no producen medio verso, ni son capaces de robar un libro. Critican la vida y la moralidad burguesas, viviendo ellos más cómodos que nadie.
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