Estamos en un momento histórico, lleno de visos macondianos que nos demuestran que la ficción es un juego de niños frente a la dura y sorpresiva realidad. Tras medio año vivido en absoluta confusión muchos nos preguntamos qué más nos puede deparar este inicio de década tan caótico, y si las lecciones que nos está dejando esta experiencia inédita, serán aprendidas o seguiremos siendo los mismos, los que no sabremos cómo responder si en el futuro algo así se repite. Ante esto, cabe la pregunta, ¿estamos viviendo el final de una época?
Es claro que el mundo vive una época de crisis inusual e inesperada que obligó a gobernantes a idear políticas que en su gran mayoría son ensayos que tratan de mitigar el impacto de la pandemia y a los gobernados a adaptarse a una nueva realidad, tanto con el objetivo de evitar la propagación del COVID-19 como de sobrevivir a las consecuencias de esos ensayos. En Colombia son varias las medidas que se han tomado para enfrentar esta amenaza, que no solo ha dejado en evidencia la fragilidad de nuestra economía y sistema de salud, sino que sacó a la luz las condiciones de desigualdad, injusticia, inseguridad y falta de empatía con que vivimos en este país.
En un país donde hasta la cuarentena es un lujo pues una gran parte de nuestra fuerza laboral sobrevive con un empleo informal (léase rebusque), hay muchas familias que todos los días deben tomar casi que una decisión de vida: protegerse del virus o darle de comer a los suyos. Este caos desatado por la pandemia ha demostrado que en Colombia las medidas que se toman adolecen de un tinte clasista que deja muchas problemáticas de lado y que gran parte de la población carece de garantías mínimas para enfrentar los avatares de tiempos tan oscuros como estos. Durante esta larga cuarentena se ha escuchado de tantos infortunios y desgracias que sufren o han sufrido aquellos que malamente sobreviven, que el sentido común nos dice que llegamos a un punto final y que debemos dar inicio a un nuevo comienzo. Sinceramente considero que debe acabarse la forma como hemos vivido y empezar a vivir en un país donde la empatía sea nuestro principal patrimonio.
Además, si los nacionales hemos sido golpeados por esta coyuntura, es imperativo detenernos un momento para mirar a los millones de refugiados que llegaron a nuestro país huyendo de la crisis, la desigualdad y la injusticia y que hoy viven en un limbo atroz, sin pertenecer ni siquiera a su propia patria. Sin embargo, cada vez que se habla sobre ellos, se desatan comentarios xenofóbicos como si sus necesidades fueran otras, como si fueran seres humanos diferentes a nosotros. Este final del que hablo en el párrafo anterior también debe tenerlos en cuenta pues la empatía es incluyente, todos merecemos una vida en condiciones dignas.
Es impresionante como la incoherencia parece ser el componente primordial de la realidad colombiana, pues, aunque buscamos un país mejor para “todos”, en nuestra triste cotidianidad, en ese pronombre solo caben unos cuantos. Es entendible que de alguna forma esta coyuntura nos ha afectado a todos, pero hay muchos que casi son destruidos por ella. Ya es suficiente de críticas y comentarios insensatos que no aportan, es necesario ponerse en los zapatos del otro y tratar de contribuir con gestos materiales e inmateriales. Tratemos de conectarnos, entendamos y conozcamos las diferencias, pero en pro de acabar con la brecha social colombiana, empecemos a generar políticas que jueguen a favor de los más afectados y por lo menos démosle el privilegio de la tranquilidad. Solo así, aunque exista la posibilidad de un fin, que éste sea para el nacimiento de la empatía entre nosotros y la omnisciencia del sentido común.
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