Entre matorrales y plantaciones de caña, en unas tierras colindantes al río Cauca en el departamento del Valle, hay una casa a la cual no llegan vías pavimentadas. Se entra por un camino improvisado de pasto picoso, árboles frondosos y frutos que ya han pasado su punto de maduración y han caído de los mismos al piso. El sol no da descanso, pero induce una modorra que provoca una pereza espectacular, a la cual Don Julio, como buen colombiano, permite entrar ocasionalmente al recostarse en una hamaca que atraviesa lo que sería su sala. Aunque la casa no sea ni lujosa ni ostentosa, tiene una riqueza de la que muy pocos pueden gozar, y no son las gallinas, el gallo, los patos, ni la variedad de insectos que viven con él.
Es que el trabajo de Don Julio, es ahí mismo donde vive. Pero, no es teletrabajo, ni tarea.
La casa no tiene timbre, ni muchas paredes, a veces el piso es de madera y en otras partes es de tierra. El techo es pequeño, lo suficiente para cubrirlo a él, a su hermano y al perro que comparten, pero que es más de Don Julio que de nadie.
Ántes de la llegada del animal, el que visitaba a Don Julio anunciaba su llegada a través de los gritos, pero un vecino del otro lado del río le dió a conocer que había un perro por ahí, que nadie quería y que creía era perfecto para él.
No se sabe bien de dónde salió, seguro de alguna camada de un perro finquero que era más del campo que de la finca, pero al final terminó en la pequeña casa con gallinas situada al lado del río, y empezó su concierto magistral de ladridos cada vez que alguien entraba en la distancia amenazante de un kilómetro a la redonda. Por eso no hay timbre, porque ahora es él quien avisa.
Don Julio, es un hombre de pocas palabras, alto y delgado que viste ropa holgada. Aunque su cara revela el paso de los años, sus movimientos son ágiles como los de un adolescente, habilidad principal que lo permite desarrollar su trabajo con destreza. Pues a pesar de que es bien sabido que la cauce del río Cauca ha podido con varias embarcaciones y ha cobrado ya varias vidas, Don Julio se dedica a cruzar desconocidos de un lado al otro, a dos mil pesos por cabeza, en su canoa, con un remo largo y su perro chillón.
Con ésto hace su diario, pues aunque es un lugar relativamente inalcanzable, tiene muchos vecinos y todos los días llega alguien con el propósito de cruzar.
Una vez, incluso, al cruzar a un grupo de personas, su perro lo acompañó de ida, pero no de regreso, y su naturaleza chillona y ansiosa le ofreció a los visitantes un recital de sus desafinados ladridos que se asemejaban más a gritos que al sonido de los perros.
Le preguntaron a Don Julio que si no le daba pereza tanto bullerío que ocasionaba el perro y que si lo dejaría allí.
No dijo ninguna palabra y en su lugar, dio la vuelta a la embarcación y recogió nuevamente a su perro Timbre, que ni esperó que encallara la canoa y por amor a su dueño, se lanzó de la orilla y nadó con toda sus fuerzas contra la corriente de uno de los ríos más fuertes y con más ahogados de la república.
Don Julio lo subió, pero casi se voltean los dos.
Y después de pagarle, se alejaron los ex-pasajeros de la canoa de Don Julio, que claramente lo escucharon hablando con el perro, pero al final la distancia convirtió las voces en murmullo y no se volvió a saber más de ellos.
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